Un duelo de amor y poder en Manaca Iznaga

Redacción Exce…
07 May 2025 7:27am
Manaca Iznaga

Visitar un sitio histórico ya es, de por sí, una experiencia enriquecedora. Pero cuando a las piedras centenarias se suman leyendas, apuestas entre hermanos y cuentos de vigilancias celosas, el recorrido se transforma en algo mucho más emocionante. Así sucede con la Torre de Manaca Iznaga, una de esas construcciones que parecen hechas no solo de ladrillos y cal, sino también de misterio y ostentación.

La historia documentada comienza en 1791, cuando Manuel Tellería solicitó permiso al cabildo trinitario para establecer un ingenio azucarero en los terrenos del corral Manaca. Con el tiempo, la propiedad cambiaría de manos y nombres, pasando a llamarse Manaca Tellería y luego San Francisco Javier.

Pero el Valle de los Ingenios no solo guarda cifras y fechas. Cuenta la leyenda —entre susurros de hojas secas y el crujir del sol sobre la caña— que en ese mismo ingenio dos hermanos se enfrentaron, no por tierras ni por azúcar, sino por el amor de una mulata tan hermosa como el mismo crepúsculo trinitario.

En 1795, Pedro José Iznaga y Pérez de Vargas Machuca adquirió la hacienda por 24 000 pesos. Décadas después, su hijo Alejo heredaría la propiedad. Don Alejo María del Carmen Iznaga y Borrel no tardó en dejar huella: entre 1814 y 1830, ordenó construir una torre de ladrillos que alcanzaría los 45 metros de altura, interrumpiendo la monotonía del batey con un gesto de poder que aún hoy impone respeto.

Dicen que lo hizo por amor. Que, encandilado por aquella mulata, quiso demostrar su superioridad levantando una torre que desafiara el cielo. Su hermano Pedro, más callado, pero igualmente enamorado, cavó un pozo de 25 metros, buscando igualar la hazaña desde las profundidades de la tierra. La apuesta era clara: quien hiciera la obra más grande, se quedaría con ella.

Y aunque las crónicas no recogen nombres ni romances, sí señalan que la torre fue concebida como campanario y vigía. Desde su cima, el taita —el esclavo más viejo y sabio— hacía sonar tres campanas que marcaban el inicio del trabajo, la hora del descanso o alertaban de rebeliones. Tres campanas, tres códigos de bronce que hablaban en clave: obediencia, vigilancia y defensa.

Pero la leyenda no se detiene ahí. Se dice que la muchacha, harta de tanto ego, les respondió con sabiduría: —Yo me quedo con el padre de ustedes, que es el de la fortuna. Porque hasta que él no se muera, ninguno de ustedes heredará nada.

Y así, una frase bastó para derrumbar las ilusiones cimentadas con piedra y sudor ajeno. No importaba cuán alta fuera la torre ni cuán profundo el pozo: el poder seguía en manos del patriarca.

Sin embargo, otra versión —más triste, más susurrada entre los muros gastados— cuenta que la mulata fue devuelta a la hacienda tras haber sido vendida por el escándalo que causó su belleza. Que el padre accedió a la apuesta de sus hijos. Y que Alejo ganó.

La historia oficial corrobora que fue él quien ordenó construir la torre en siete niveles, con transiciones geométricas del cuadrado al octógono, arcos espaciosos y una sólida escalera interna. Los ladrillos de barro y mortero de cal y arena, procesados con esmero, resistieron tormentas, huracanes y hasta los terremotos. Fue una obra concebida más por ostentación que por necesidad prácticas.

La leyenda añade que la boda fue impuesta, pero el corazón de la muchacha seguía latiendo por Pedro. Alejo, mujeriego y arrogante, frecuentaba los barracones por las noches. Pedro, dolido y callado, se colaba en el cuarto que debió haber sido suyo. Hasta que una noche, Alejo regresó antes de tiempo.

El resto es tragedia. Se dice que encerraron a la muchacha en la torre. Que los hermanos dividieron la fortuna. Que Pedro se marchó a Magua y que, años después, una réplica de la casa fue levantada, esta vez sin ella. Una sombra los separaría para siempre.

Hoy, la torre sigue en pie. En 1988, el Valle de los Ingenios fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. La torre fue restaurada hace unas dos décadas y funciona como mirador. Su estructura se mantiene sólida, y su historia —entre lo cierto y lo posible— aún vibra en cada escalón polvoriento.

Entre turistas, vendedores y bordados colgados al sol, la leyenda sigue viva. En cada mantel bordado por los artesanos del valle, hay un intento de atrapar la memoria. Pero la verdadera historia va más allá del hilo y la aguja. Se siente. Se respira. Se recuerda.

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